José Lezama Lima, La madre
La madre
Vi de nuevo el rostro de mi madre.
Era una noche que parecía haber escindido
la noche del sueño.
La noche avanzaba o se detenía,
cuchilla que cercena o soplo huracanado,
pero el sueño no caminaba hacia su noche.
Sentía que todo pesaba hacia arriba,
allí hablabas, susurrabas casi,
para los oídos de un cangrejito,
ya sé, lo sé porque vi su sonrisa
que quería llegar
regalándome ese animalito,
para verlo caminar con gracias
o profundizarlo en una harina caliente.
La mazorca madura como un diente de niño,
en una gaveta con hormigas plateadas.
El símil de la gaveta como una culebra,
la del tamaño de un brazo, la que viruta
la lengua en su extension doblada, la de los relojes
viejos, la temible
y risible parlante.
Recorría los filos de la puerta,
para empezar a sentir, tapándome los ojos,
aunque lentamente me inmovilizaba,
que la parte restante pesaba más,
con la ligereza del peso de la lluvia
o las persianas del arpa.
En el patio asistían
la luna completa y los otros meteoros convidados.
Propicio era y mágico el itinerario de su costumbre.
Miraba la puerta,
pero el resto del cuerpo permanecía en lo restado,
como alguien que comienza a hablar,
que vuelve a reírse, pero como se pasea entre la puerta
y lo otro restante,
parece que se ha ido, pero entonces vuelve.
Lo restante es Dios tal vez,
menos yo tal vez,
tal vez el raspado solar
y en él a horcajadas el yo tal vez.
A mi lado el otro cuerpo,
al respirar, mantenía la visión
pegada a la roca de la vaciedad esférica.
Se fue reduciendo
a un metal volante con los bordes
asaltados por la brevedad de las llamas,
a la evaporación de una pequeña
taza de café matinal,
a un cabello.
La madre
Vidi di nuovo il volto di mia madre.
Era una notte che sembrava aver separato
la notte dal sogno.
La notte avanzava o indugiava,
coltello che mozza o soffio burrascoso,
ma il sogno non procedeva verso la notte.
Presagivo che tutto il dolore era in alto
dove parlavi, quasi sussurravi,
alle orecchie di un granchietto,
ora lo so, perché vidi il suo sorriso
che voleva raggiungermi
e regalarmi quell’animaletto,
per vederlo camminare con grazia
o sprofondare in calda farina.
La pannocchia matura come dente di bambino,
in un cassetto con formiche argentate.
Un cassetto simile a una serpe
grande come un braccio, che avvolge
la lingua raddoppiando l’estensione, quella degli orologi
vecchi, la terribile
e risibile verbosa.
Ripercorrevo i fili della porta
per cominciare a sentire, tappandomi gli occhi,
anche se lentamente restavo immobile,
ché la parte restante faceva più male,
con la leggerezza del peso della pioggia
o le persiane dell’arpa.
Nel patio assistevano
la luna piena e altre meteore convitate.
Era propizio e magico l’itinerario della sua consuetudine.
Guardavo la porta
ma il resto del corpo rimaneva fuori
come chi comincia a parlare,
che torna a ridere, ma come si affaccia tra la porta
e quel che resta,
sembra che sia partito, invece torna.
Il resto forse è Dio,
di sicuro non sono io,
forse il raggio solare
con me forse sopra, a cavalcioni.
Al mio fianco l’altro corpo,
respirando, manteneva la visione
fissa sulla roccia della vacuità sferica.
Cominciò a diventare
un metallo volante con i bordi
aggrediti da brevi fiamme,
l’evaporazione d’una piccola
tazza di caffè mattutino,
un capello.
Traduzione di Gordiano Lupi